Dicen que está de fiesta,…

… pero, para muchos, hace tiempo que la jornada electoral ha perdido ese significado. Caminan, pues, con desidia, para acercarse a una mesa en la que depositar su pequeño aporte a la esperanza, en la que ya no creen. Tampoco lo hacen en la democracia, que parece diluirse día a día en un maremágnum de intereses cada vez más alejado del pueblo, que es, a fin de cuentas, el que lo sustenta.

Marina

A los descreídos, la mirada les delata. Está agotada de tantas cuitas. Y arrastran ese peso hacia un voto conformista, al compás que les marcan aquellos que alcanzan sus victorias alimentando miedos.

Otros, sin embargo, vacilan. No quieren empoderar a quienes cimientan su presunta vocación de servicio en un despotismo que dista de ser ilustrado. Pero se dejan llevar por el machacón voto desperdiciado y se autocensuran.

Voto conformista, voto nulo, voto en blanco, absentismo. Y, entre todo ese dolor, se atisba también la ilusión. La de quienes ejercen su derecho por primera vez y la de quienes, pese a todo, mantienen intactas sus convicciones, apuestan por su conciencia y, analizando los pros y los contras de cada opción, acuden a las urnas sin dejarse amilanar por dimes y diretes.

La democracia, una ilusión

En los últimos días, se han producido decenas de acalorados debates acerca de las posibles repercusiones del desbloqueo económico de Cuba, al permitir la importación y exportación desde y hacia Estados Unidos, beneficiando, especialmente, a sectores tan representativos para la economía insular como es el turístico. No obstante, al hilo de la noticia, consecuencia directa de las acciones que desde 2011 ha promovido el régimen de Raúl Castro, el análisis se ha politizado hasta resultar, en ocasiones, sorprendente. Y es que ya se escuchan voces que demandan que la república cubana continúe ampliando su apertura, algo para lo que le exigen una apuesta clara y contundente por nuevas fórmulas que permitan garantizar el cumplimiento de los derechos básicos y fundamentales de la ciudadanía.

La proclama tendría cabida, si no fuese lanzada en un alarde de suficiencia ejemplarizante. Resultaría jocoso de no ser por las consecuencias de los desmanes del capital y de su cruenta dictadura, que son reales. No hay que olvidar que, amparados tras la excusa de la crisis, los gobiernos de la Vieja Europa alientan el miedo y con él silencian las posibles voces discordantes con toda esa suerte de medidas absurdas con las que, quienes llevaron al autoerigido como Primer Mundo al caos, pretenden ahora coronarse como salvadores de patrias. Se sirven para ello de una vorágine devastadora, que ha dilapidado el estado del bienestar y que ha banalizado los derechos fundamentales hasta convertirlos en pasado.

Los países más desfavorecidos por la sinrazón económica siguen el dictado que les marcan quienes, durante años, vivieron de rentas. Pero estos últimos ya comienzan a mostrar sus grietas, tras las que el despropósito asoma hediondo, con sus pensiones ínfimas, que exigen que la ciudadanía se convierta en funámbula para subsistir. Desde allí, desde esa fatua tribuna, se recomiendan mermas salariales, para favorecer la creación de un empleo que, cada vez más precario, tan solo sirve para que el pobre compute como ocupado. Y, aunque acatar estos mandados en España es contrario a los derechos y deberes reflejados en la Carta Magna (en la que también figuran conceptos como la dignidad, aparejados, por ejemplo, al ámbito de la vivienda), no es de extrañar que acá los señores del capital hayan creído conveniente y legítimo arrinconar el artículo 33.3 de la Constitución, relativo a la propiedad, o el 51.1, que vela por los intereses de consumidor; o que los poderes públicos se hayan olvidado de que han de promover «condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa», al tiempo que han de desarrollar una «política orientada al pleno empleo», tal y como defiende el artículo 40.1.

Trabajo, vivienda, educación, salud… son solo algunos de los derechos de la ciudadanía que se han convertido en papel mojado; derechos que, posiblemente, serán rescatados a modo de limosna, de promesa o de logro sin parangón con los que comprar voluntades cuando se acerquen los comicios.

En este marco, en el que hasta el derecho al pataleo ha sido vapuleado (a través de la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana, más conocida como Ley Mordaza) y en el que hasta la ONU subraya sombras, tertulianos, probablemente aquejados de presbicia, alzan su voz paternalista para reclamar libertad y democracia para otros.

La consulta y el miedo

Pese a que muchos critican el inmovilismo del pueblo español, lo cierto es que, en los últimos años, miles de personas han abarrotado las calles para evidenciar su disconformidad con la actual situación socioeconómica y para exigir, de forma pacientemente pacífica, cambios a partir de los cuales comenzar a construir una sociedad mejor, una en la que imperen valores encaminados a garantizar que cada ciudadano pueda esquivar el hambre y el miedo, y pueda también disfrutar de esos derechos fundamentales que tanto costó plasmar en papel.

La queja recorre callejuelas, bulevares, plazas públicas. Y el grito se concreta en foros, en los que el lamento yermo se transforma, para ceder espacio a un debate del que se alimenta la creatividad. A partir de este, se buscan posibles soluciones, al tiempo que, de forma consensuada, se idean iniciativas con las que frenar los desmanes del capital y con las que volver a impulsar todo cuanto, bajo la excusa de la crisis, nos han arrebatado impunemente. El inconformismo se adueña progresivamente de cada rincón de lo físico y de lo virtual y, ya sea desde la acción o desde la abstención, se manifiesta en urnas y en hechos.

Son, en todo caso, pequeños grandes pasos, a fin de evitar el titubeo y, así, afianzar el recorrido hacia un nuevo bienestar, construido sobre la base de la solidaridad, el bien común y la igualdad. Pero la indignación ante el despropósito de políticas antisociales, que vilmente se silencia, es la que ha llevado a que las manifestaciones y concentraciones se volviesen la semana pasada multitudinarias. Y es que, en un gesto, miles de personas vieron la llave para activar un resorte que supondrá, creen, la clave para lograr un cambio real. Se trata de la abdicación del monarca, una decisión que sirvió de acicate a la ambición de una sociedad hastiada y que, ante la nueva situación, se muestra ilusionada y confía en la posibilidad de un cambio.

A la calle y a sus demandas, como no podría ser de otro modo, se une la izquierda, la real. Pero esta llama a la cautela y pide, simplemente, la consulta al pueblo, a fin de que sea este el que, a través de un mecanismo propio de esta democracia, elija el modelo de Estado que prefiere. No obstante, en lugar de optar por el ansiado referéndum, el Gobierno se ha apresurado a fechar la proclamación del Príncipe Felipe como nuevo Rey de España.

La decisión, pese a llevar meses gestándose, huele a aprieto e invita a la desconfianza, dado que implica ignorar a quienes claman por poder elegir. Esta actitud solo tiene una lectura: es una falta de respeto (una más) a la ciudadanía, que solo cuenta como voto computable y a la que solo se le consiente decidir cada cuatrienio en las urnas, atendiendo, eso sí, a una legislación que prima a los votantes de dos fuerzas sobre los de cualquier otra. Esta decisión corrompida por un sistema que muchos califican de injusto, se ensucia también con el engaño teatralizado a través del que se exhibe un programa utópico que, usualmente, en cuanto concluye el recuento, se convierte en papel mojado.

En todo caso, la aparentemente precipitada decisión gubernamental desprende también otro olor, el de la torpeza; y es que, pese al bullicio de la calle, un triunfo en referéndum del actual sistema es más que probable. La consulta sería, pues, contundente al golpear a esa izquierda y sus pretensiones, y al posibilitar que la monarquía saliese reforzada.

Sin embargo, parece ser que el miedo, la soga con la que pretenden atormentar a la sociedad, se contagia y, finalmente, es este el que marca el dictado. Y a su son, los que carecen de vergüenza, abren el baile.