Pese a que muchos critican el inmovilismo del pueblo español, lo cierto es que, en los últimos años, miles de personas han abarrotado las calles para evidenciar su disconformidad con la actual situación socioeconómica y para exigir, de forma pacientemente pacífica, cambios a partir de los cuales comenzar a construir una sociedad mejor, una en la que imperen valores encaminados a garantizar que cada ciudadano pueda esquivar el hambre y el miedo, y pueda también disfrutar de esos derechos fundamentales que tanto costó plasmar en papel.
La queja recorre callejuelas, bulevares, plazas públicas. Y el grito se concreta en foros, en los que el lamento yermo se transforma, para ceder espacio a un debate del que se alimenta la creatividad. A partir de este, se buscan posibles soluciones, al tiempo que, de forma consensuada, se idean iniciativas con las que frenar los desmanes del capital y con las que volver a impulsar todo cuanto, bajo la excusa de la crisis, nos han arrebatado impunemente. El inconformismo se adueña progresivamente de cada rincón de lo físico y de lo virtual y, ya sea desde la acción o desde la abstención, se manifiesta en urnas y en hechos.
Son, en todo caso, pequeños grandes pasos, a fin de evitar el titubeo y, así, afianzar el recorrido hacia un nuevo bienestar, construido sobre la base de la solidaridad, el bien común y la igualdad. Pero la indignación ante el despropósito de políticas antisociales, que vilmente se silencia, es la que ha llevado a que las manifestaciones y concentraciones se volviesen la semana pasada multitudinarias. Y es que, en un gesto, miles de personas vieron la llave para activar un resorte que supondrá, creen, la clave para lograr un cambio real. Se trata de la abdicación del monarca, una decisión que sirvió de acicate a la ambición de una sociedad hastiada y que, ante la nueva situación, se muestra ilusionada y confía en la posibilidad de un cambio.
A la calle y a sus demandas, como no podría ser de otro modo, se une la izquierda, la real. Pero esta llama a la cautela y pide, simplemente, la consulta al pueblo, a fin de que sea este el que, a través de un mecanismo propio de esta democracia, elija el modelo de Estado que prefiere. No obstante, en lugar de optar por el ansiado referéndum, el Gobierno se ha apresurado a fechar la proclamación del Príncipe Felipe como nuevo Rey de España.
La decisión, pese a llevar meses gestándose, huele a aprieto e invita a la desconfianza, dado que implica ignorar a quienes claman por poder elegir. Esta actitud solo tiene una lectura: es una falta de respeto (una más) a la ciudadanía, que solo cuenta como voto computable y a la que solo se le consiente decidir cada cuatrienio en las urnas, atendiendo, eso sí, a una legislación que prima a los votantes de dos fuerzas sobre los de cualquier otra. Esta decisión corrompida por un sistema que muchos califican de injusto, se ensucia también con el engaño teatralizado a través del que se exhibe un programa utópico que, usualmente, en cuanto concluye el recuento, se convierte en papel mojado.
En todo caso, la aparentemente precipitada decisión gubernamental desprende también otro olor, el de la torpeza; y es que, pese al bullicio de la calle, un triunfo en referéndum del actual sistema es más que probable. La consulta sería, pues, contundente al golpear a esa izquierda y sus pretensiones, y al posibilitar que la monarquía saliese reforzada.
Sin embargo, parece ser que el miedo, la soga con la que pretenden atormentar a la sociedad, se contagia y, finalmente, es este el que marca el dictado. Y a su son, los que carecen de vergüenza, abren el baile.