La desnudez como cimiento

Capacidades completamente antagónicas cohabitan en el individuo, que, en función de sus motivaciones y su desarrollo como persona, acallará unas para incentivar otras que, cotidianamente, prevalecen. No obstante, el equilibrio en el que se sostienen es altamente precario, algo que, a fin de cuentas, puede derivar en que esa confluencia de opuestos, aparentemente armoniosa, manifieste su fragilidad y se rompa, otorgándole al individuo instrumentos suficientes para perpetrar la atrocidad más salvaje o, por el contrario, para tipificar el comportamiento más altruista, resultando ambas posibilidades igual de sorprendentes para quienes las estudian u observan. De ahí que sea imperativo desnudar al ser humano para hallar su esencia y los componentes que lo pervierten al punto de aplastar sus presuntas capacidades filantrópicas y convertir en indiscutible el «Homo homini lupus» que Hobbes popularizó en su Leviatán.

Ese análisis, que ha de ser riguroso, permitirá protocolizar una educación que dé respuesta a las necesidades reales de una sociedad creciente en valores de equidad. Pero este proceso ha de ser revolucionario y rompedor, pues exige que se cuestione cuáles son los objetivos a alcanzar, midiendo la repercusión de su satisfacción a medio y largo plazo. Y esto precisa de ambición, implicación y coraje, dado que la política de ocultar las heridas bajo parches no hace más que acrecentar su purulencia, posibilitando que, periódicamente, estas revienten hasta corromperlo todo en una amalgama hedionda de sinrazones, intereses perniciosos y egos obtusos.

Un examen concienzudo, por contra, aportará conclusiones y estrategias a partir de las que curar la ponzoña y minimizar los daños para, de este modo, poder optar por fin a una igualdad real de cada uno de los individuos que integran la sociedad y, de este modo, cimentar las cualidades de esta en una base fuerte, firme y flexible, capaz de adaptarse al devenir.

No obstante, nuestras metas, alimentadas por pequeños logros, son tan pobres como insignificantes. Las alentamos a través de la competitividad como ardid y enaltecemos esta última como si de un valor en alza se tratase, pese a que con ella solo accedemos a una autocomplacencia que, lejos de ser saludable, está condicionada por la opinión ajena, a la que conferimos la capacidad de destruir nuestro ego. Pero, normalmente, la común está fraguada en generalismos derivados de un análisis simplista de cualquier logro o fracaso, lo que, inexorablemente, deriva en error, si bien es cierto que su magnitud es variable. En todo caso, las opiniones más aplaudidas se sustentan en un acercamiento superficial al hecho a valorar y están frecuentemente amparadas en incontables capas de supercherías que, de tanto repetirlas, han cobrado apariencia de veracidad y se han convertido, así, en paradigmas a contemplar.

Todo ello desemboca en la degeneración del individuo, otorgando valor a la denigración y a la agresividad, y permitiendo el detrimento de las cualidades que, habitualmente, catalogamos como humanas.