Educandos lastrados

Entreabierta, la ventana solo deja entrar el silencio. Pero una voz lo rompe: «Tonta, eres tonta, tonta y TONTA». La voz, ahí, se hace grito. Es una mujer la que increpa; y, por fin, otra voz se defiende: la de una niña, que intenta disculpar su torpeza. Está pidiendo ayuda, insistiendo en el «no sé» hacerlo, en el «nunca» lo he hecho. Su vocabulario, su timbre, su tono, todo indica que, probablemente, la pequeña no supera los cinco o seis años y que, por tanto, es aun neófita en todo cuanto a deberes se refiere.

Es posible que la otra, la adulta, también sea bisoña en la labor para la que la reclaman: evaluar para corregir y, finalmente, guiar. Sería atrevido ir más allá y aventurar que el insulto no es más que la respuesta airada de una fiera herida, que, en lugar de lamerse las heridas para recomenzar, oculta en su menosprecio su desconocimiento, su torpeza o su miedo para identificar el escollo; y esto le llevará, inevitablemente, a tropezar una y otra vez en él. Sin embargo, ninguna de estas cábalas serviría como excusa. Y esto es así dado que ni siquiera el más burdo de los docentes ignora el hecho de que un exabrupto solo humilla, jamás enseña y rara vez motiva hacia la búsqueda del conocimiento o hacia la adquisición de destrezas.

Desconozco de qué boca partió el adjetivo. Puede que de la de una madre o de la de alguien que guarda algún parentesco con la niña. Incluso podría haber sido una amiga de la familia la que profirió el improperio o, quién sabe, una aprendiz de docente estrecha de entendimiento. Lo que es indefectible es que la autora no supo aprovechar o careció en su día de un mentor capaz de encaminarla hacia la adquisición de unas destrezas mínimas como educadora. Es probable que ella misma fuese otrora objeto de un proceso en el que se apostase por el castigo, en lugar de optar por premiar lo correcto con un refuerzo positivo. Pero es que ni siquiera una presumible repetición de las conductas observadas y asumidas en su niñez tendría validez como pretexto. De ellas, de los errores comunes, debiera haber extraído unas conclusiones indisolublemente ligadas al statu quo, cuyo devenir parece condenado al inmovilismo, debido a que, amedrentado y pese a los presumibles avances, coarta el crecimiento del individuo como ser independiente y  libre.

Y es que inculcar a un educando que tiene límites lo conculca, dejándolo a merced de los caprichos de los mediocres que, en una sociedad de mínimos y populismos, han copado el capital, esclavizando, en su nombre, a la masa proletaria que se alimenta de miedos. Pero este lastre, enraizado en la subjetividad de quien carece de potestad para ejercer de perdonavidas, resulta todavía más atroz cuando se utiliza para soterrar las ansias de aprendizaje de una niña. Es por ello que no podemos mirar para otro lado cuando vemos a la mujer, víctima histórica del machismo, adoctrinar a sus congéneres en la asunción de la desigualdad como parte intrínseca de la vida, como el ardid que posibilita el bienestar.

En cualquier caso, descalificar a un niño no es una mera anécdota, dado que, lo que pudiera parecer una simple frase, podría erigirse en cimiento para sostener el sometimiento voluntario de un individuo que, a partir de su supuesta torpeza, decidirá progresivamente involucionar e incapacitarse para cuestionar; y para, finalmente, acomodarse en una autocracia hambrienta y destructiva, comandada por el capital y sus acólitos.